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  • Luz y Gael

Unidos en lo diferente


Muchas veces, las diferencias culturales nos separan de otras personas. La raza, el color de la piel, la creencia religiosa, entre muchas otras más, siguen actuando como barreras que provocan más diferencias que semejanzas. A pesar de la globalización y del aumento de la población de diversos orígenes en las grandes metrópolis, seguimos siendo incapaces de ver más allá de la apariencia de lo diferente. Es una especie de convivencia forzada, inevitable. En la convivencia occidental se nos ha inculcado el respeto a lo diferente como se impone un decreto-ley. Pero lo impuesto no nace de lo natural.

Nos vamos acostumbrando a otros rostros, a ver turbantes o a escuchar otros acentos, pero seguimos observando desde nuestro propio pedestal, desde nuestra propia identidad. Aquella que fija nuestra mente. Por lo tanto, seguimos mirando desde el ego y no desde el corazón. No podremos vivencia la dulzura de lo que nos une, ni el respeto que nace del corazón hasta que no contemplemos nuestra propia verdad, hasta que no se nos caiga el pensamiento: “Lo mío es lo mejor” o “Yo soy mejor/peor que”.

Puede que a lo largo de nuestra vida tengamos que ir más allá y relacionarnos de una manera más profunda con personas que proceden de una cultura diferente a la nuestra. Al hacerlo, comprobaremos que hay formas de ver la vida, actitudes, expresiones, costumbres, protocolos, etcétera, iguales y diferentes a las nuestras. Esto puede provocar alegrías y conflictos, emociones que proceden de la unión o emociones que proceden de la soberbia, de la ira. Si nos obligamos a respetar al otro, seguiremos estando en los dominios de nuestro ego y reaccionaremos de la misma forma, no podremos avanzar.

Pero si somos capaces de ver lo que nos une, lo que nos hace humanos, seres que sufren y experimentan inquietudes y emociones muy parecidas, que en el fondo buscan lo mismo, estaremos generando admiración y aflorará la belleza de totalidad que existe en nuestro corazón. Estaremos avanzando como humanos. Si somos capaces de darnos cuenta de cómo esas creencias o costumbres diferentes son aprendizajes de la persona, que no son la persona en sí, al igual que nosotros no somos nuestras creencias y hábitos que hemos aprendido de nuestros padres y de la sociedad, podremos darnos cuenta de que compartimos la misma verdad: somos seres humanos que han decidido muy poco en sus vidas, que han incorporado y acumulado información y modos de comportarse, y que, finalmente, todos somos algo víctimas de todo ello a la hora de sentir, de hablar o de actuar. Cada ser humano ha hecho lo mejor que ha podido hacer teniendo en cuenta variables que él mismo no ha podido elegir, como el lugar o el momento en que ha nacido.

Cuando nos demos cuenta de esto en nosotros mismos y nos perdonemos profundamente, podremos perdonar el enojo que nuestra mente nos hace sentir a veces cuando nos enfrentamos a lo diferente. Cuando nos demos cuenta que, al igual que el otro, arrastramos nuestras propias limitaciones y creencias tóxicas, nuestra propia mundanidad, estaremos caminando hacia la unión que procede de sentir la semejanza, las raíces humanas y el misterio de la vida que yace en todos.

En verdad, ni siquiera es necesario acudir a las diferencias entre países o culturas. Cada ser de esta Tierra ha sido educado con matices diferentes. Cada persona es en realidad diferente. Nos une lo humano, en sus pilares más sinceros, y lo Divino, la luz de conocimiento y de verdad que vive en cada uno de nuestros corazones y en todo el Universo.

Cuando comprendamos esto, podremos vivir la belleza del Todo en cada ser vivo. Entonces, habremos apartado la piedra que nuestra mente ha depositado en el camino, habremos desbloqueado lo que nos impedía ver. Lo diferente nos parecerá bello y, en muchas ocasiones, algo virtuoso que incorporar a nuestra forma de ver la vida, a nuestro día a día.

Solo desde el amor verdadero del corazón podemos cambiar y seguir construyendo nuestra persona, nuestra familia, nuestro país, nuestro…

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