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  • Luz Boscani

Competencia en la pareja


El ego es lo que nos separa de los demás. La autoestima es nuestra propia valoración, lo que apreciamos de nuestra persona, sin compararnos con el resto.

Un ejemplo de ego es: “Yo soy más inteligente que tú”. Un ejemplo de autoestima es: “Soy más inteligente de lo que era ayer” o “soy muy inteligente”. En dichos ejemplos podemos observar cómo la diferencia es abismal.

Si experimentamos situaciones en las que nuestra pareja rivaliza, ya sea en aspectos intelectuales, económicos, emocionales o físicos, debemos detenernos y hacer un llamado de atención. Ya que si sostenemos esa situación por un tiempo prologado generará un gran desgaste y confrontación.

No tiene que ser espantosamente claro; muchas veces, de hecho la gran mayoría, es de forma solapada. Pero el mensaje es el mismo. “Yo soy así y tú no eres así”. Como si esto implicara que somos peores, ¿verdad?

Podremos observar también el comportamiento egoísta invertido; es decir, la victimización. Por ejemplo: “Tú ganas más dinero que yo”, “tú eres más bonito que yo” o “tú eres más fuerte”, por mencionar algunos casos.

Normalmente las personas que compiten continuamente con los demás, tienen algún tipo de desarreglo emocional. Con esto quiero decir que no basan su vida en virtudes divinas o espirituales; por el contrario, lo hacen orientadas a la ambición desde su mente, su falso yo. Se posan en una especie de carrera a ver quién gana y lo que no están sabiendo leer es que las que salen perdiendo son, principalmente, ellas.

Desde pequeñas les han enseñado que deben estar pendientes de los demás y de superar sus virtudes. Que es bueno competir y que ser ambicioso es importante para crecer económicamente, profesionalmente y como persona. Toda su vida la han basado en estos conceptos y de adultos es una actitud que les resulta muy compleja de cambiar, independientemente de que no ven motivo alguno para hacerlo.

Este cuento de Jorge Bucay grafica muy bien las ataduras que sufrimos y como nos resulta difícil cambiar las estructuras e ideas que hemos alimentado por años:

El elefante encadenado

Cuando yo era chico me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. También a mí como a otros, después me enteré, me llamaba la atención el elefante.

Durante la función, la enorme bestia hacía despliegue de su tamaño, peso y fuerza descomunales, pero después de su actuación y hasta un rato antes de volver al escenario, el elefante quedaba sujeto solamente por una cadena que aprisionaba una de sus patas atada a una pequeña estaca clavada en el suelo. Sin embargo, la estaca era solo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en la tierra. Y aunque la cadena era gruesa y poderosa me parecía obvio que ese animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su propia fuerza podría, con facilidad, arrancar la estaca y huir.

El misterio era evidente: ¿qué lo mantenía entonces? ¿Por qué no huía? Cuando tenía cinco o seis años yo todavía creía en la sabiduría de los grandes. Pregunté entonces a algún profesor, a algún padre, o a algún tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado. Hice entonces la pregunta obvia: “Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?”. No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente.

Con el tiempo me olvidé del misterio del elefante y la estaca y solo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho la misma pregunta. Hace algunos años descubrí que por suerte para mí alguien había sido lo bastante sabio como para encontrar la respuesta: el elefante del circo no se escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde muy, muy pequeño.

Cerré los ojos y me imaginé al pequeño recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que en aquel momento el elefantito empujó, tiró, sudó, tratando de soltarse. Y a pesar de todo su esfuerzo, no pudo. La estaca era ciertamente muy fuerte para él. Juraría que se durmió agotado, y que al día siguiente volvió a probar, y también al otro y al que le seguía. Hasta que un día, un terrible día para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino. Este elefante enorme y poderoso que vemos en el circo, no se escapa porque cree, pobre, que no puede. Él tiene registro y recuerdo de su impotencia, de aquella impotencia que sintió poco después de nacer. Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese registro. Jamás, jamás intentó poner a prueba su fuerza otra vez.

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